Alerces. Rio Rivadavia. Casi al atardecer. Un sol leve cubre con una luz vaporosa la cordillera. Enfundados en nuestros trajes de vadeo nos sentimos invencibles, gladiadores. Nuestra espada es una suave vara liviana de tres metros. Nuestras armas: una línea verde flotadora en el carrete, una sutil extensión de nailon transparente y al final, un manojo de plumas y pelos atados a un anzuelo.
Decididos, nuestras botas de guerrero van gastando la distancia hacia el destino: el agua mágica, inagotable. El río, siempre otro, nos recibe con un abrazo extraño: brazos fríos que nos ciñen por las piernas hasta la cintura. Brazos de mármol, de nieve, de gelatina helada. Pero hay algo por dentro que compensa, que iguala, que combate el frío y lo disuelve: el fuego sagrado de esa antigua ceremonia del hombre, el agua y el pez. El arte solitario de engañar salmones con pequeños alambres curvos vestidos como insectos.
El sol cae y se funde en la nieve de la montaña, pero la luz no cesa. Ahora todo es un espejo de todo. No hay un punto donde algo no se refleje en algo. Todo refulge y el día se incendia un rato antes de morir. La superficie del agua es una bandeja de plata donde se sirve el festín. Entonces sí, nuestro brazo describe el movimiento exacto, ese gesto que mil veces ensayamos en patios y jardines. La línea vuela ofreciendo una delicada U acostada en el viento. Y cae en el lugar preciso donde una corredera suntuosa deberá llevar nuestra ninfa hacia esas sombras lentas que danzan sobre el fondo. El artificial ejecuta una pasada casi perfecta pero las truchas celosas no rompen formación. Nuestra imitación pasa de largo como una niña fea entre tres o cuatro arco iris orgullosas. A punto de abortar, damos un golpecito final con nuestra caña, como para que nuestro insecto falaz no parezca morir antes de tiempo. Entonces lo (in)esperado: un instante mínimo, enérgico y veloz. Una sombra oscura abandona su refugio entre las piedras y se lanza intrépida hacia la pequeña ninfa simulada. En ese momento nuestro mundo se parte en dos. No recordamos nada o casi nada de nuestra vida anterior a ese instante. Nos interesa muy poco o nada el porvenir. Toda nuestra existencia converge en esos segundos en que tensamos la línea entre los dedos y levantamos suavemente la caña para recibir asombrados, gozosos, el irreprochable tirón del otro lado.
Y entonces el delirio: la belleza inexplicable de esa trucha enfurecida, arqueando su cuerpo en el aire y buscando un refugio imposible en el agua. Nuestra lanza se doblega en la victoria y sólo esperamos que resistan las partes más débiles, más críticas. Por eso la pelea se empareja y el pez insiste porque de algún modo extraño conoce sus posibilidades. Es un deleite sin tregua, una paz hilada de sozobras, saltos y corridas. Nos quedaríamos horas disfrutando esos embates, gozando en la batalla, pero nosotros también sabemos sus ardides y energías. Sus límites. Entonces, arqueamos la vara al extremo y lentamente acercamos nuestras manos a su perfil lustroso mientras el hermoso pez multicolor se entrega dócil a nuestra caricia. Para dejarse alzar como un niño, sopesar como un trofeo y luego de ese tacto extraño, agradecer la paciente devolución del pescador a su elemento.
Y de repente el viento frío de la noche andina nos golpea en la cara y volvemos a sentir el río y la montaña. Y ya nadie nos podrá convencer que fueron siete, o cinco, o diez minutos lo que duró esa eléctrica conversación con nuestra presa. Porque para nosotros el tiempo ya no es una medida confiable. Hemos vivido un sueño y esa experiencia exquisita bien pudo haber durado un segundo o la eternidad.